viernes, 16 de mayo de 2008

Crítica de Alternativa teatral


A soñar mi amor.
Por Karina Mauro

La obra de Guillermo Arengo se entromete en la separación de una banda de rock, como pretexto para indagar estéticamente acerca del límite entre la realidad y el sueño.

El de los grupos de rock no es un universo referencial muy frecuentado por el teatro argentino, a pesar del extraordinario desarrollo de dicho género musical en nuestro país durante las últimas cinco décadas. Más allá de la interrelación entre teatro y rock que supuso el under en los ‘80 (hemos tratado algunos de sus aspectos en una nota durante 2007), pocas obras se han adentrado en este mundo o lo han utilizado para caracterizar a sus personajes. El año pasado La muerte de Brian ubicaba la acción en el fallido ensayo de una banda, sin que este hecho implicara más que una mención por parte de los personajes. Lucidez, en cambio, se inmiscuye en la conflictiva separación de un cuarteto otrora exitoso. Sin caer en parlamentos explicativos, la pieza logra comprometer al espectador con ese clima de dolorosa despedida, que se sospecha producida por el bloqueo creativo de Laly, el líder del grupo.

Guillermo Arengo es, desde la dramaturgia y la dirección, el indiscutido artífice de este universo. Son buenas las actuaciones que lo encarnan, recortándose notablemente la de Blas Arrese Igor, en una escena por demás inquietante. Podríamos decir que la obra se fractura en dos: antes y después de esta escena, en la que sólo basta un cambio en la iluminación para que todo se vuelva extraño. Pero volveremos sobre la misma más adelante. Otro de los aciertos de la puesta es el tratamiento del espacio, que aprovecha la profundidad de la sala Beckett, al tiempo que incorpora el fuera de escena. La superficie refractaria de una tela plástica y nuevamente la luz, configuran esta sala de ensayo en proceso de desmantelamiento.

Por momentos, la última jornada de la banda remitirá a la separación de una pareja, con la consabida división de bienes comunes. En este caso, esto tiene que ver, obviamente, con los instrumentos musicales y, menos obviamente, con otros elementos que han construido la vida en común, como es el caso de Piripikio, pájaro que ha hecho las veces de mascota de la banda. La desesperación y la pena que produce el desprendimiento de un lugar conocido y la necesaria apertura al abismo de lo incierto, dimensión presente en mayor o menor medida en toda despedida definitiva, lleva a los personajes a transitar diferentes estados, que van de la indiferencia al llanto, del silencio a la confesión.

Pero no hay que creer en todo lo que se ve. El tratamiento de lo onírico en teatro es un desafío que no siempre llega a buen puerto. Comparados con el cine, los recursos que el teatro posee para pasar de una realidad "real" a una imaginada son escasos, y por eso es tan sorprendente apreciar cuando este pasaje se realiza, como aquí, con notable éxito.

Es curioso que el tratamiento de lo onírico establezca vínculos con la capacidad de elucidación implícita en el epíteto "lucidez" en dos obras recientes: es el caso de Lúcido, de Rafael Spregelburd y el que nos ocupa. A pesar de esta coincidencia, ambas obras presentan procedimientos formales y argumentales diversos. La primera apela al desarrollo de una acción que va adoptando progresivamente aspectos absurdos que desembocan en lo caótico, clausurando la narración con un regreso a la normalidad en el que se explicita la entidad onírica de lo visto anteriormente, procedimiento similar al famoso "era un sueño" cinematográfico. En el caso de Lucidez, la incomprensibilidad propia de lo alucinatorio se mezcla con lo real, al punto de no presentar diferencias. Esto es justificado argumentalmente por la caracterización de los personajes como estrellas de rock, lo cual habilita comportamientos y parlamentos no cotidianos. Así, la obra adquiere complejidad y le confiere al espectador la responsabilidad de discernir y disfrutar del pasaje entre realidad y sueño. De este modo, y sin ánimo de revelar ningún dato clave, lo notable es que todo aquello que pertenece al mundo de la fantasía del personaje (¿o los personajes?) que experimentan visiones durante la obra, es apreciado sólo retroactivamente. ¿Qué significa esto? Que el espectador se entera después de que lo ha visto. Y a veces ni se entera... No diremos más, porque en ese caso sí estaríamos siendo indiscretos. Sólo propongamos una "tarea para el hogar": ¿qué sentido le daría usted a la última escena?

viernes, 11 de abril de 2008


TEATRO / CRÍTICA / LUCIDEZ

8 puntos

Onírico no es mala palabra
Entre el sueño y la vigilia y con una fábula rockera como excusa, el director Guillermo Arengo confirma la agudeza de su mirada.



Ocurrió sin que nadie lo buscara: “onírico” se fue convirtiendo, con el devenir de los años y de los espectáculos, en una palabra bastardeada que se utiliza para englobar todo aquello que se aleja del naturalismo pero no se sabe bien qué es ni qué lugar ocupa dentro del mundo teatral. Quizá por eso cuesta toparse con una propuesta cuya materia prima son los sueños sin esbozar de antemano alguna mínima resistencia. Con Lucidez esa aprensión puede surgir, sí, pero desaparecerá a los pocos minutos si uno está decidido a dejarse llevar. La cosa funciona más o menos así: los delirantes sueños de Lali, un rocker deprimido por la disolución de su banda, se entrelazan con la realidad colectiva que convoca a los otros tres integrantes del grupo en una sala de ensayo teñida por los gritos y la debacle emocional. La obra se sitúa justo en ese día crucial, el de la separación. No hay marcha atrás: los tres están a favor del divorcio. Lali –acaso el mayor antihéroe de este conjunto de antihéroes– se evade, un poco por necesidad y un poco por los efectos de algún narcótico, y sueña a sus compañeros de banda convertidos en personajes patéticos. Para paliar su crisis creativa y emocional, el músico recurre a las llamadas telefónicas: del otro lado del tubo, un ¿psiquiatra, psicólogo, médico alternativo? escucha y aconseja. Las charlas con el doctor Brodsky (sorprendente creación de Blas Arrese Igor) representan las únicas situaciones que se distinguen con precisión como “lo real”, en esta invitación a bucear por la mente de sujetos destrozados. Hay que estar prevenido: los signos más difíciles de decodificar pueden resultar un tanto enigmáticos para un espectador habituado a otras propuestas de las pequeñas salas porteñas. Es que Guillermo Arengo, director de El montañés y Circuitos para gente artificial, despunta entre los creadores de su generación que, por elección o por inercia, se han mantenido más cerca de la dramaturgia realista que aprendieron de sus maestros y hoy ponen el ojo sobre historias de familias desamparadas, personajes sufrientes pero apacibles, lazos que fracasan. Aquí también hay vínculos rotos, pero el contenido de la obra le pasa por al lado a todo eso: la relación de los sueños y las ansiedades que los provocan (aquello que Freud llamaba resto diurno) y las conexiones entre la primera y la segunda parte de la puesta –con climas y tensiones completamente diferentes– se convierten en la cuerda que sostiene siempre atento al espectador. No es casual que Lucidez haya emergido de la cabeza de Arengo, un ex estudiante de psicología que trabajó por dos años en el hospital Borda. Su pequeña gran obra está llena de sutilezas que confirman su obsesión por los recovecos de la mente, pero no por eso cae en psicologismos explícitos. Simplemente allí están, para quien quiera descifrarlos después de terminada la función.

jueves, 10 de abril de 2008

Lucidez- Dir Guillermo Arengo- CRITICA

Por Silvia Urite.
http://www.silviauriteteatro.blogspot.com/

Lucidez de Guillermo Arengo“Un rockero que perdiò la satisfacción”- Por Silvia Sànchez UriteYa estamos en el 2008, luego de que la década del 90 fuera el paraíso de las estrellas de rock, algo ha caído, su espectacularidad, su fama; sus musas han derrapado por el callejón. Asì comienza la historia.Un rockero es abandonado por sus compañeros de grupo ante sus excesos que le quitaron lo poco que le quedaba de creatividad. El rock star delira, ve mujeres embarazadas y maltrata a su perro. Pero, por suerte, todo esto no está narrado desde una óptica realista sino desde las alucinaciones de este cantante. Su dedo sufre gigantismo porque ha perdido la inspiración.Cada uno de los otros integrantes: una chica morocha, una rubia y un tipo de anteojos tratan de explicarle por qué se van; él no escucha. Sólo quiere cantar de nuevo. El actor que hace de estrella rolinga despierta carcajadas del convivio, a través del grotesco. La morocha asume la cosmovisión tragicómica de la obra, la rubia es una amargada que sólo desea poseer lo material. El de anteojos tiene una relación ambigua con el rockero estrella, pero igual lo deja. La morocha actúa de pitonisa, anunciando un futuro que veremos en la siguiente escena.Y en la segunda parte de la obra aparece un personaje del que no develaremos su identidad pero que toca el saxo como Woody Allen, y es referido numerosas veces por el protagonista. Este personaje goza de gran teatralidad, lo podemos llamar, en primera instancia “el hombre que fuma”, como aquel personaje de los Expedientes X.¿Por qué la cita de esa serie pop? Porque la obra está construida como un objeto de la cultura popular, pero sin caer en lugares comunes, y mantiene en vilo a la audiencia. Nos reímos ante la sordidez de un personaje intoxicado por cannabis, whisky. Y las contaminadas relaciones con sus (ex) amigos.La escenografìa es vistosa, de un policromado azul que denota sala de grabación o sala de espera. Varias filas de sillas rodean el escenario, van a ser usadas en la última parte, es decir que cumplen su función dramática. El vestuario fija su paleta en los colores pastel y flùo, con efectividad. La iluminación separa varias escenas entre sí y crea misterio. Entre las actuaciones se destacan la del rockero fumado, la de la chica de rosa y la del personaje que fuma.Pero todos forman un todo basado en el grotesco noventista.

http://silviauriteteatro.blogspot.com/2008_03_17_archive.html

sábado, 5 de abril de 2008

Guillermo Arengo se consolida como director

La Nación 21 de Marzo de 2008

Condensación, melodrama, parodia y delirio en una propuesta que tiene como eje un cuarteto musical en el que brilla Blas Arrese Igor

Nuestra opinión: muy buena


El universo dramático de Guillermo Arengo sobresale en una escena en la que muchos de nuestros jóvenes creadores han seguido demasiado de cerca la estética de sus maestros. Arengo, muy por el contrario, parece haber encontrado un espacio propio al conjugar sus preocupaciones existenciales con una forma muy particular de producir sobre la escena una mirada tanto sarcástica como paródica. En obras anteriores como Circuito para gente artificial se encuentran los orígenes de una mirada profundamente desesperanzada sobre la humanidad, o la existencia al menos. La base filosófica encuentra puntos de contacto con producciones anteriores, pero lo interesante en Arengo es que las formas estéticas elegidas para la representación van cambiando con el tiempo. En aquella obra, por ejemplo, apelaba a una especie de futurismo pauperizado o tercermundista. Aquí, muy por el contrario, intenta rescatar y poner en primerísimo primer plano la dimensión emocional de los hombres, al mismo tiempo que los ridiculiza en su posibilidad de llegar a extremos que, no por crueles, dejan de ser patéticos. Crisis creativa Desde una perspectiva temática, Arengo compone un universo en el que la creatividad está en crisis debido a la desarticulación del equipo creativo. Y no deja de ser interesante pensar esto en relación con cierta mirada crítica del teatro porteño de los últimos años. Aquí no se trata de teatristas sino de un grupo musical llamado Lucidez, que está en pleno divorcio artístico. Sus cuatro integrantes están frente al último día en el que estarán todos juntos. Poco se sabrá del destino de alguno de ellos, y cuando se ofrezca algún dato, el espectador tendrá que ponerlo en duda. Uno de ellos, el protagonista, está sufriendo una profunda crisis creativa a la que únicamente podrá hacer frente recurriendo telefónicamente a un profesional que vaya preparándole, según pide, algún tipo de sustancia química que calme las sensaciones. La estética elegida para esta primera parte es claramente la del melodrama sólo que estará distanciado y parodiado. Arengo eligió como formato escénico recurrir a un espacio lo más abstracto posible. Unas cuantas sillas (algunas con un mecanismo oculto que será usado en el segundo acto) y un decorado que con brillos remita a cierto universo disco le alcanzará para depositar a estos seres. Un teléfono con un cable inmensamente largo adquirirá lentamente protagonismo ya que él le permitirá al espectador diferenciar los momentos oníricos de los que no lo son, ya que la obra trabaja intencionalmente con la ambigüedad como sistema comunicativo. El espectador nunca tendrá muy en claro la zona dramática en la que se encuentra, ya que los sueños se alternan con la vigilia en una sorprendente continuidad, a la par que en términos estéticos el realismo se verá afectado, en el segundo acto y con la brillante aparición de Blas Arrese Igor, con una dosis de delirio más que importante. La iluminación y el vestuario, a cargo de Ricardo Sica y Cecilia Zuvialde respectivamente, colaboran junto con la escenografía para dejar que quienes verdaderamente se luzcan sean los actores. Arengo, sin descuidar el texto, suele depositar gran parte de la responsabilidad en su elenco. Aquí se destaca fundamentalmente Ezequiel Gelbaum, autor de la banda, que es quien evidencia la imposibilidad de seguir creando; se encuentra muy bien secundado por todos sus compañeros. Pese a ser un espectáculo que en apariencia es de pequeño formato, Arengo logró condensar, en los pocos minutos en los que transcurre, un trabajo estético importante junto con una concepción irónica del universo artístico.

Federico Irazábal

lunes, 10 de marzo de 2008

Lucidez

Hay una banda de música que se llama Lucidez.
Hay algo irremediable: de los cuatro integrantes, tres de ellos deciden la separación. El cuarto, el disidente, el creativo en baja, el que se ahoga con su vómito de sobredosis se llama Laly
y se desgarra intentando detener ese final. Pero no puede hacer nada y se derrama en un ensueño alucinado, una chala tras otra, armando con el yuyo que plantó él mismo en un viejo macetón. Se duerme sobre los baldosones y sueña la familia, sueña los hijos: o sea que sueña con el amor. Sueña con los pájaros volando sobre su cabeza. Incansables los pájaros, algo le quieren decir.

Ficha Técnica

Lucidez
de Guillermo Arengo

Elenco
Blas Arrese Igor
Martina Garello
Mariela Della Vecchia
Ezequiel Gelbaum
Javier Pederzoli

Diseño de iluminación
Ricardo Sica

Vestuario y Escenografía
Cecilia Zuvialde

Fotografía y Diseño gráfico
Marieta Vázquez

Prensa
Carolina Alfonso

Asistencia de dirección
Marigela Ginard

Texto y dirección
Guillermo Arengo

jueves, 6 de marzo de 2008

Estreno de lucidez

Desde el Viernes 14 de Marzo en la Sala Beckett